SALMO XXIV
Versículos 1—6.
El reino de Cristo y los súbditos de su Reino. 7—10. El Rey
de ese Reino.
Vv. 1—6.
Nosotros no nos pertenecemos; nuestros cuerpos, nuestras almas
no son nuestras. Aun las de los hijos de los hombres son de Dios, aunque no
lo conocen ni admiten una relación con Él. —Un alma que conoce y
considera su propia naturaleza, y que debe vivir para siempre, cuando ha
visto la tierra y su plenitud, se sentará insatisfecha. Piensa en subir hacia
Dios y preguntar: ¿Qué haré para vivir en ese lugar santo y feliz donde Él
hace santa y feliz a su gente? Hacemos nada de la religión si no la hacemos
obra del corazón. Sólo podemos ser lavados de nuestros pecados y
renovados para santidad por la sangre de Cristo y el lavamiento del Espíritu
Santo. Así llegamos a ser su pueblo; así recibimos bendición del Señor y
justicia del Dios de nuestra salvación. —El pueblo peculiar de Dios será feliz
verdaderamente y para siempre. Donde Dios da justicia, Él otorga salvación.
Los que están hechos para el cielo será llevados a salvo al cielo y hallarán lo
que han estado buscando.
Vv. 7—10.
La majestuosa entrada, se refiere a la solemne manera de
conducir el arca a la tienda que David levantó, o al templo edificado por
Salomón para ella. También se puede aplicar a la ascensión de Cristo al
cielo, y a la bienvenida que se le brinda allí. Nuestro Redentor encontró
cerradas las puertas del cielo, pero habiendo hecho expiación por el pecado
por su sangre, con su autoridad, exige entrar. —Los ángeles iban a adorarle,
Hebreos i, 6; preguntan maravillados: ¿Quién es Él? La respuesta es que Él
es el fuerte y valiente; poderoso en batalla para salvar a su gente y someter
a sus enemigos y a los enemigos de su pueblo. —Podemos aplicarlo a la
entrada de Cristo en el alma de los hombres por su palabra y su Espíritu,
para que sean su templo. He aquí, Él está a la puerta, y llama, Apocalipsis iii,
20. Los pórticos y las puertas del corazón tiene que ser abiertas para Él,
como posesión que es entregada legítimamente a su dueño. —Podemos
aplicarlo a su segunda venida con poder y gloria. Señor, abre las puertas
eternas de nuestra alma por tu gracia, para que ahora podamos recibirte y
ser totalmente tuyos; y que, al final, seamos contados con tus santos en
gloria.